Vísperas de noviembre con olor a membrillos por la casa.
- Venga, vamos a jugar.- Decía abuela cogiendo el tazón de porcelana entre sus siempre tiernas manos. Y yo, a sabiendas del juego, me iba al primer cajón de la cómoda a por la cajita de San Juan Bosco, y pasaba por la cocina de camino a por las cerillas.
Empezábamos a rezar a la Virgen del Carmen. Aun recuerdo aquella vieja fotografía que hoy, pasados los años, hice ampliar y plastificar para que presidiera mi cabezal. La Señora del Carmelo, rodeada de ánimas benditas, hasta nueve cuento yo, y hasta nombres les dimos. Y los ángeles ayudando a subirlas al cielo.
Mientras los chiquillos jugaban desgastando zapatos con los balones y enredando sus dedos en las guitas de un trompo, abuela y yo, a la tarde jugábamos al mejor juego que soñar se podía. El tazón casi rebosaba de agua y aceite para que durase más decía. Jamás vi apagarse aquellas luminarias, era sabia mi mima, siempre me dormía antes con el crepitar de esas llamas.
Una y otra, y otra, me ganaba siempre ella, rezaba más bajito y más rápido que yo, volaban sus labios por las jaculatorias. Perdí la cuenta de cuántas salvamos aquella tarde, vísperas de tosantos.
Ahora me toca a mí. Y de tarde en tarde, saco de un cajoncito el eterno tesoro, mi oro en paño, y las sigo encendiendo, estas mariposas, para darle luz a quien fue mi guía. No puede haber pasado por el purgatorio quien me enseñó a rezar el santo rosario, quien me acostaba por las noches entre oraciones que yo aprendía como si de retahílas se tratasen. Y ahora, cuando antes de dormirme vuelvo los ojos a aquella vieja estampa del Carmen, siempre atisbo más arriba de las llamas, a un ángel nuevo con la cara de mi abuela Leonor, jalando de las almas hacia arriba ganándole el pulso al purgatorio, hasta llevarlas a la gloria... ©
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